"El rey que rabió" es una obra que se ha representado mucho, y siempre con gran éxito, pienso que no solo por su maravillosa partitura, si no por la crítica hacia el poderoso que en ella se plantea, algo que siempre funciona, y que le gusta de igual manera al público del S.XXI que al del XIX.
Para mi es uno de los títulos más redondos de Chapí, que a veces me resulta excesivamente grave en sus composiciones, y que en esta obra se decantó por lo ligero, siendo el resultado de una belleza inconmensurable, y deliciosamente divertido.
Vayamos con el elenco:
Amplísimo y en líneas generales más que acertado. Entre los múltiples pequeños papeles que hay en la función destaca El Paje, interpretado por Ruth González en un curioso y atinadísimo código actoral, que se vio muy reforzado por una interpretación musical en total consonancia con el carácter del personaje y de gran sabor teatral. También destaca El Alcalde de Pep Molina, muy templado y cargado de gracejo, así como un desopilante Alberto Frías como El Capitán, frenético, de tremenda energía, espectacular corporalidad, y manejo de la voz realmente notable. Frías es dentro de las pequeñas partes uno de los que más destaca. María José Suárez, en su código de característica, brilló en su breve pero lucido papel de María, entre matronil y un tanto calenturienta, pero ante todo cateta hasta la médula. El desmayo que obsequia en cierto momento de la función es oro puro... y hasta aquí puedo leer.
El trío formado por los tenores Carlos Cosías e Igor Peral, y el barítono José Julián Frontal resultaron impagables en sus creaciones, con cierto aire de dibujo animado, una tónica en la función, que funciona a las mil maravillas. Las voces perfectamente ensambladas en el cuarteto, van sobradas para unos papeles escritos en clave de actor-cantante, y que se ven engrandecidos por nuestros artistas. Además de un impecable proyección, resultan afinadísimos y muy compenetrados en sus intervenciones musicales, apoyando muy bien las escenas que les ha tocado en suerte, muy bien medidas, y en líneas generales de feliz resultado, ligeras, cargadas de retranca, y con indudable empaque escénico.
José Manuel Zapata, tenor, como Jeremías.
Uno de los triunfadores de la noche, en un papel muy agradecido, y que Zapata exprime hasta la última gota desde que sale a escena. Vocalmente podemos decir que el personaje se mueve en los terrenos del tenor cómico, y Zapata se mueve como pez en el agua en dicho código jugando a placer con la partitura, ensamblando perfectamente la parte musical con la parte actoral, en un ejercicio de naturalidad y comicidad muy bien entendido, cargado de verdad, siendo el resultado un personaje lleno de humanidad, y con actitudes muy reconocibles para el espectador. La voz grande, controladísima y lo que es más importante siempre al servicio del personaje, se me antoja perfecta para un papel de estas características, dadas las aptitudes para la comedia de José Manuel Zapata y el magnífico uso del instrumento que se vislumbra en su trabajo.
Ruben Amoretti, bajo, como El General.
Solidísimo como es habitual en él, Amoretti, sirvió una sentada creación musical, de atronador volumen, noble canto, timbradísimo y carnosidad en la voz. Es cierto que el papel no le permite lucirse tanto como en otras funciones, pero parece sentirse muy cómodo en el código de bajo bufo, y enriquece la función en cada una de sus intervenciones. En lo actoral muy desenvuelto, Amoretti arriesga y gana consiguiendo un personaje de aires farsescos muy logrados, de impecable acabado y resultados más que satisfactorios.
Rocío Ignacio, soprano, como Rosa.
Ignacio no tuvo ayer su mejor noche, en un papel en el que no parece sentirse cómoda a todos los niveles, y en la que algunos problemas ya vislumbrados con anterioridad se vieron más acusados que en otras ocasiones. La soprano sevillana no parece adecuarse correctamente a la vocalidad del personaje, y se empeña en dotar de cierta gravedad musical a un papel en el que debe primar la ligereza, oscureciendo la voz de forma artificial en la zona central y con una zona aguda vacilante y con exceso de vibrato, que a menudo perjudica la afinación. Su romanza principal, protestada por parte del respetable, resulto francamente soporífera, envuelta en un canto excesivamente narcisista que da la sensación de estar cantando para ella misma olvidándose de los espectadores, y con problemas de colocación, bastante extraña en los graves, fiando todo el número a un filado y sobreagudo final, a punto de quebrar en varios momentos y no resuelto de forma satisfactoria. En la parte actoral tampoco pareció encontrar su sitio, en una función en la que todo el elenco arriesga y juega, pareciendo nuestra soprano encontrarse más en una ópera verdiana, con todos los tics operísticos que tan bien conocemos, que en un comedia romántica de Chapí. Me faltó frescura a todos los niveles, algo que en un espectáculo de las características de este Rey que rabió roza lo catastrófico por momentos, ya que parecía estar haciendo otra función en vez del título que se está representando.
Enrique Ferrer, tenor, como El Rey.
Ferrer, lleva a su terreno en lo vocal, a este rey que no rabió, pero que podía haberlo hecho, en una creación cargada de musicalidad, refinamiento y sensibilidad en lo musical. La voz grande, delicada en el fraseo, controladísima en cada número, resulta muy expresiva y de gran lirismo en los pasajes que así lo requieren, y de extraordinaria ligereza, dadas las características de nuestro tenor, durante los primeros números de la obra. Resulta igualmente de eficaz la dicción, se entiende absolutamente todo cuando canta, así como el inteligente uso del instrumento, bien dosificado y sabiendo cargar las tintas cuando es necesario, léase la difícil romanza del acto tercero, que se ajusta como un guante a su voz. En la parte actoral delicioso y disfrutón a partes iguales, con momentos realmente insuperables, llevando a cabo una creación realmente humana, alejado de cualquier acartonamiento, y que transita por el caricato y el galán romántico con naturalidad y solidez. Nos encontramos ante un ejemplo de artista multidisciplinar que brilla en todas las facetas de manera rotunda, alejado de las estridencias y del efectismo, Ferrer juega, se divierte y nos divierte con ello. Creo que es muy notorio lo que planteo desde que empieza la función desperezándose burlón en su imponente cama real, y en la que ya nuestro tenor nos está contando por donde van los tiros de forma clarísima.
Coro Titular con Antonio Fauró a la cabeza, en su línea habitual de calidad, bien empastado, y con momentos en los que la belleza de la partitura de Chapí brilló mucho, y con la delicadeza como nota característica en su trabajo. Buen manejo de las dinámicas, así como el suficiente empaque sonoro en aquellos momentos en los que la obra lo requiere. Excesivamente estáticos en la mayoría de sus intervenciones, algo de lo que logicamente ellos no son responsables, y que he achacado a la situación de pandemia, más que a la falta de inspiración de Bárbara Lluch.
Iván López Reynoso al frente de la Orquesta de la Comunidad de Madrid, ofreció una sensible lectura de la partitura, quizás un tanto apagada en algunos momentos, especialmente al inicio del espectáculo, donde me faltó un poco de brío en los cantables, así como en la romanza principal de la soprano, de tiempos excesivamente morosos en su ejecución. A medida que fue avanzando la función se fue entonando llegando al bellísimo Nocturno del segundo acto a unas cotas de empaste de la orquesta y delicadeza en el sonido realmente considerable. Reynoso cuida mucho a sus cantantes, mimándolos y adecuando la orquesta a cada voz con gran respeto y eficacia. Volveré a ver la función en su último fin de semana, y creo que va a resultar interesante ver la evolución de su trabajo durante estos días. Es muy destacable el espléndido trabajo de concertación llevado a cabo, en una función muy medida en lo musical. Quizás un poco más de espontaneidad daría el punto justo de sazón a la función para hablar de lectura completamente redonda.
Vayamos con la dirección escénica.
Bárbara Lluch al frente del espectáculo acierta de pleno en una función en la que varias cosas son destacables, y para bien. La primera es el tratamiento actoral, alejado de lo zarzuelero, y que consigue que los cantantes brillen de la misma manera en la parte actoral que en la musical. Cada personaje de marcadísima psicología se encuentra muy bien perfilado, y todas las interpretaciones se ven reforzadas en un estupendo trabajo corporal muy definitorio del tono que se le ha querido dar al espectáculo, con cierto aire de cómic o dibujo animado, muy conseguido y de difícil ejecución para los artistas. Entiendo que ha dado mucha libertad creativa a sus actores, algo que va a favor del espectáculo ya que el juego en el que parecen inmersos los intérpretes y del que parecen disfrutar enormemente nos llega de forma muy directa.
Esteticamente nos encontramos ante una función de refinadísima belleza, en la que un imaginario muy particular nos transporta de manera inmediata a ese país inventado, que todos sabemos que es España, de manera sorprendente y cargada de sentido de la estética, el aire de cuento se encuentra muy marcado resultando muy adecuado dadas las características de la obra tal y como la concibieron sus autores. Transiciones impecables, elegancia por doquier, juegos de espejos y magníficas proyecciones componen una función muy moderna en lo plástico, y a la vez de ecos clásicos, sin que moleste a nadie.
Esto que planteo en parte es debido a la inteligente, funcional y bellísimas escenografía de Juan Guillermo Nova, insuflando de sana socarronería al espectáculo, ese trono enorme en el que el monarca parece un niño, o esa cama-corona que resulta tan definitoria del que y el cómo se nos quiere contar la función son dos ejemplos clarísimos de una escenografía bien pensada y acertada en su comentido.
En este Rey que rabió varios momentos pasarán a la posteridad, dos especialmente, el bucolismo tan marcado y de arrebatadora belleza del Nocturno, con esa lluvia de estrellas que a mi personalmente me maravilló, así como el espléndidamente servido Coro de doctores, en el que la marioneta que da vida al perro que desencadena el embrollo de la función, hizo las delicias del respetable.
Mención especial para el vestuario de Clara Peluffo Valentini, imaginativo en grado sumo, espectacular en su acabado, y también cargado de socarronería, como todo en la función.
El rey que rabió se me antoja una espléndida despedida de temporada, un espectáculo sólido, inteligente, muy bien pensado, de gran elegancia, y a la que sus innumerables virtudes estéticas hay que añadir un cuidado tratamiento musical, siendo el resultado redondo a todas luces, y que si tenéis niños, es una oportunidad estupenda para acercarlos al universo de la zarzuela desde un prisma amable y bello a partes iguales. IMPRESCINDIBLE.