Por fin llegó Turandot al Real, después de 20 años esperando a que se viera en Madrid una de las óperas mas queridas de todo el repertorio, y uno de los títulos mas importantes de toda la historia de la lírica. Reconozco que me moría por ver el título de Puccini, aunque bien es cierto que las primeras imágenes que vi del montaje de Robert Wilson no me entusiasmaron.
Adoro Turandot, puede parecer un tópico, pero en mi caso es una pura verdad. Considero esta obra la cima de todo aquello por lo que amo la ópera, y mas allá de su discutido final compuesto por Alfano, y que si es cierto que no pega ni con cola con el resto de la historia, cuando escucho Turandot suelo tener una experiencia sensitiva que va más allá de lo musical. La disfruto, la paladeo, me emociono y siempre descubro cosas nuevas que hacen que cada vez la ame con más fuerza.
Por todo esto que planteo, el pasado domingo, asistí emocionado al Real para deleitarme con Turandot, en una velada que brilló más en lo musical que en lo escénico, y en la que disfruté mucho en no pocos momentos.
Turandot se estrenó el 25 de abril de 1926 en La Scala de Milán, con música de Giacomo Puccini, que al no poder finalizar la partitura, se vio concluida por Franco Alfano. El libreto de la ópera corrió a cargo de Giuseppe Adami.
Puccini ya alejado del verismo, plasmó una leyenda persa en una de sus partituras más afamadas, y posiblemente más populares. Nuestro autor escribió una ópera oscura, de inquietante música en no pocos momentos, en la que Puccini parece desprenderse de todo aquello que le caracterizó, para solo dejar constancia de su impronta verista en el personaje de Liù, sin duda el más lírico de la partitura y cuya sensibilidad conmueve al más pintado.
El osado Calaf dispuesto a perder la cabeza por la hierática y tiránica Turandot es el encargado de desencadenar el drama, para que se nos cuente aquello que Puccini quiso, es decir, plantearnos una historia en la que la arbitrariedad del poder y los diferentes tipos de amor existentes que son los que al final hacen que el mundo marche se encuentran muy patentes, y donde cada personaje desprende en su carácter la simbología pertinente.
Puccini llevó a cabo una composición imponente, de tremebunda orquestación, incluso ciertamente grandilocuente por momentos, en la que el coro funciona casi como narrador de lo ocurrido en escena, de forma realmente inusitada en el de Lucca, parco en coros habitualmente en sus óperas. Del verismo mas puro evolucionó hacia un simbolismo muy marcado, y una estructura musical muy diferente al de sus otras partituras. La partitura se caracteriza por unas atmósferas extremadamente conseguidas, y un lirismo realmente superlativo que hacen que sea una de las composiciones favoritas del gran público, y una de las óperas más representadas desde su estreno.
Vayamos con el elenco, segundo en este caso, y bastante atinado en líneas generales.
Destacables comprimarios, Especialmente el Mandarín de Gerardo Bullón y el Emperador Altoum de Raúl Gimenez, ambos adecuadísimos para dos papeles muy expuestos y de indudable dificultad. Giorgi Kirof me pareció un competente Timur aunque quizás un tanto rutinario.
Juan Martín Royo, Vicenç Esteve y Juan Antonio Sanabria, como Ping, Pang y Pong respectivamente. Correctos aunque con algunos problemas con el volumen en algunos pasajes. Las voces bien conjuntadas y parejas brillan en no pocos momentos resultando interesantísimo el trabajo de conjunto que sin duda debe ser resaltado. El trabajo actoral es uno de los más inspirados del espectáculo, en una función que se caracteriza por la nula dirección de los cantantes, y la escasa interacción entre los personajes.
Miren Urbieta-Vega, soprano, como Liù.
Urbieta- Vega planteó su Liù desde un lirismo muy marcado, y una sensibilidad extrema cantando, con un estimable uso del regulador, y un volumen considerable durante toda la función. La cantante donostiarra posee un bello timbre, una expresividad notable, y un buen uso del fraseo, siendo la única de la terna protagonista que insufló de verdadero sentimiento a su personaje, empresa realmente difícil dada la concepción del espectáculo.
Roberto Aronica, tenor, como Calaf.
Irregular, y reservón, Aronica sirvió una función en la que pareció estar mas preocupado por dar todos los agudos de la partitura, que si es cierto que tiene, que por mantener una línea adecuada y dar alguna dosis de emotividad a una interpretación un tanto anodina, y con problemas en el volumen. Desde mi situación en el teatro, la segunda parte del aria principal fue completamente inaudible, y en los números de conjunto la voz se perdió entre la masa coral siendo la tónica de su trabajo el prepararse para los momentos más comprometidos y no sacar partido a aquellos pasajes mas líricos. Aronica apuesta por un Calaf heroico y poco dado a sensiblerías, frío y poco involucrado.
Oksana Dyka, soprano, como Turandot.
Magnífica, en una Turandot amplia en volumen, de exquisita dicción, y que se ve perfectamente reflejada en la escena de los enigmas, ya que la voz de Dyka corta como un cuchillo el aire, y de impactante factura en su resolución. Me sorprendió muy gratamente la soprano ucraniana, que resulta adecuadísima para el papel, que solo se ve empañado ligeramente en la zona aguda, un tanto estridente y de color metálico, pero que no molesta en exceso dadas las características del personaje. Actoralmente fuciona mejor en la parte inicial del personaje, ya que el hielo pareció no romperse en ningún momento, algo que no me quedó muy claro si forma parte de la dirección de Wilson o de nuestra cantante. El giro actoral que debe dar Turandot no se encontró presente ni musical ni actoralmente, pero para ser sinceros no me importó ni lo más mínimo, ya que en líneas generales el trabajo en Turandot es de gran solvencia.
Coro Intermezzo, con Andrés Máspero a la cabeza, a un nivel estratosférico y ascendente en cuanto a calidad. Los coros de Turandot son difíciles, excesivos, y de vital importancia para el buen desarrollo de la función, siendo en este caso uno de los activos mas importantes del espctáculo. Atronadores especialmente al final de la ópera, muy empastados y matizados en grado sumo.
Nicola Luisotti al frente de la Orquesta Titular del Teatro Real ofreció un trabajo de altura, en el que primó la espectacularidad del sonido, quizás un poco superficial, y mas verista que lo que Turandot pide, pero que resulta adecuada para el funcionamiento del espectáculo. Es decir, lo que perdemos por un lado lo ganamos por otro. Quizás nos encontremos ante un planteamiento musical un tanto excesivo, pero que personalmente agradecí mucho ante tanta frialdad escénica, y que me dejó un muy buen sabor de boca durante toda la función. Luisotti conciso y pulcro, llevó al paroxismo la partitura de Puccini, y me dejó anonadado en no pocos momentos, siendo el efectismo una de sus bazas más importantes, y aquello que definió la obra, todo ello dentro de un gran sentido de la teatralidad.
Vayamos con la dirección escénica.
Robert Wilson lleva a cabo las labores de regista, y hace uso y abuso de todo aquello que se supone que son sus señas de identidad, siendo el resultado un espectáculo que cansa, vacío de contenido, y en el que se le da mil vueltas a todo aquello que ya se ha expuesto en anteriores espectáculos del director estadounidense.
La Turandot que Wilson plantea pasa por un exasperante estatismo cercano al oratorio, de ridículos movimientos por parte de solistas y coro, y nula composición de los personajes. A Wilson parece no interesarle los vínculos entre los diferentes componentes de la ópera, y cada uno parece salir a cantar su parte sin emoción ni organicidad ninguna, como si de robots se tratara, y con poco margen a la expresividad. Varias inconsistencias son muy evidentes entre el texto y las escasas acciones escénicas, y encima no se nos explican bien algunas cosas. El personaje de Timur no se plantea como ciego, o al menos no se clarifica, por tanto queda raro que no sepa que Liù está muerta. La escena de la muerte de Liù está francamente mal resuelta, y esa obsesión por evitar que los personajes se toquen que parece atenazar a Wilson va a la contra de lo que ocurre sobre el escenario. El final de la obra se encuentra farragoso y mal explicado, solo quedándome claro cierta simbología sexual en el rayo que parte la escena al final del espectáculo.
La sensación que tengo es que esta Turandot se queda en una fría, más bien gélida, exposición de aires posmodernos, esteticamente bella gracias a las luces del propio Wilson, pero vacía, y un tanto apolillada ya que parece salida de una película de ciencia ficción de los años 80. Nada sorprende, nada emociona, y sobre todo esa frialdad se da de bruces con una ópera, que por muy excesiva que nos pueda parecer, en ese exceso se encuentra gran parte de su encanto. Uno no pide una Turandot acartonada y en la línea que se suele asociar a esta ópera, pero si que pide un espectáculo vivo, y que al menos, solo al menos, nos cuente algo más allá del despliegue de efectos de luces que se pueden ver en esta Turandot, que se pasa al otro extremo y que paradogicamente se encuentra igual de vacía de contenido que las mastodónticas producciones a las que estamos acostumbrados, y que un servidor no aprecia especialmente.
*Si alguien considera que alguna de las imágenes utilizadas en este blog, está protegida por copyright, ruego me lo comunique para retirarlas a la mayor brevedad posible.
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Siempre en la diana, documentado y con excelente criterio musical. Enhorabuena, Maestro. Abrazos
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