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jueves, 15 de abril de 2021

Benamor, Orientalismo En Technicolor.

"Benamor" la ignota, mitificada, y semi-olvidada pata de la Trilogía Oriental de Pablo Luna siempre me causó curiosidad, y siempre me la imaginé  como una vieja película de María Montez en "glorioso Technicolor", era una asignatura pendiente en el Teatro de La Zarzuela, tras las dos exitosas producciones de la Trilogía que se llevaron a cabo hace unos cuantos años ya, y que se nos prometió al final de "El Asombro de Damasco". Pasaron 16 años ya de aquella promesa, y todos los años esperaba que fuera el momento de retomar este título, del que solo conocía dos números, la famosa "Danza del fuego", y la "Canción española" del barítono inmortalizada por Marcos Redondo. Barítono muy apreciado en mi casa y que siempre me transporta a mi infancia, de gran calado en la cultura zarzuelera. 

Cuando por fin se hizo público que se pondría en pie, ya estaba pensando en lo que harían con la obra de Luna en Jovellanos 4, y por supuesto me moría de ganas por verla. Adoro la opereta, género quizás un tanto eclipsado en nuestro país por la zarzuela, aunque los exponentes de opereta netamente española son muchos y de indudable calidad. Quizás fue Pablo Luna el compositor que más buceó en los vericuetos de la opereta, en su búsqueda de un estilo nuevo, y muy moderno, que quizás, y a lo mejor aquí los entendidos se me echan encima, tuvo su inspiración en las óperas populares de Gilbert y Sullivan, tan afamadas en el mundo anglosajón aunque menos conocidas por estos lares. 

Este tipo de operetas, en las que Luna parecía ser experto, son pura fantasía, suntuosidad escénica, cierta "sensualidad" musical y melancolía, que cargan de atmósfera teatral a sus obras, y que a mi me resultan especialmente atractivas. Nos encontramos ante un exponente de nuestro repertorio que casi puede considerarse un pequeño subgénero dentro de la lírica española, y que sin duda forman parte de nuestra cultura popular con un poso entrañable, y de impecable acabado.

Ayer por fin se estrenó "Benamor", título que ha causado gran expectación, no solo en mí, y que intuyo que será un gran éxito, algo de lo que creo que los responsables del teatro deben tomar nota, ya que desempolvar algunos títulos indudablemente mitificados, es un ejercicio necesario y de interés que no se debe perder.

                                           


"Benamor", denominada como Opereta en Tres Actos, con música de Pablo Luna y libro de Antonio Paso y Ricardo González del Toro, tuvo su estreno triunfal en el Teatro de La Zarzuela el 12 de mayo de 1923, con éxito clamoroso e instantáneo, justo en un momento en el que el Maestro Luna llevaba bastante tiempo sin tener un estreno de relumbrón.

La estructura musical de la obra recuerda mucho a la de "El asombro de Damasco" especialmente en su primer acto, con el Canto del Eunuco inicial de gran poder evocador, que continúa con la marcha de Alifafe en un código más cercano al de la opereta vienesa. Dentro de los números más destacables de la partitura nos encontramos con la salida de Darío, de gran lirismo, y no exenta de dificultad vocal, así como la antes nombrada "Canción española" del barítono, que en clave de estilización de la jota, evoca al toque nacionalista que en "El niño judío" inmortalizó Luna con el bastión zarzuelero que es "De España vengo". A partir del segundo acto la obra se va volviendo más arrevistada, con ritmos bailables de la época, sin dejar atrás el lirismo en el bello dúo final de Juan y Darío, y como no, el que posiblemente sea el momento musical de la función, la "Danza del fuego" de belleza inconmensurable, y que en su versión escénica se ve fortalecida por una inspirada entrada del coro, cargada de empaque y espectacular resultado. 

"Benamor" es una obra de corte ecléctico, en la que se funde una música de profundas raíces españolas, con un fantasioso sentido de lo oriental, que brilla en su orquestación, y en el uso de la melodía por parte de Luna, que  en esto de la música escénica sin duda era un maestro, con gran sentido de la teatralidad, y que como creador de atmósferas poseedor de un arte, único. Nos encontramos ante una obra de gran elegancia en lo musical, bellísima en su acabado, de indudable atractivo no solo para el aficionado a la lírica, ya que su singular enfoque musical creo que puede llamar la atención de un público más allá del netamente zarzuelero.



 
El libreto, igual de singular que la música, tiene grandes posibilidades y sin tratarse de una obra de grandes carcajadas, si nos encontramos ante un cuento digno de las "Mil y una noches" de agradable comicidad, y con un trasfondo muy avanzado para su época, en el que el intercambio de roles sexuales son el eje central, contado de forma amable, pero que en la actualidad se puede ver con una óptica diferente a la que se planteó en su momento sin ningún problema. La historia, desarrollada en Persia en el Siglo XVI, nos cuenta la historia de Darío y Benamor, sultán y princesa y a la sazón hermanos, que por culpa de una ley imperante en Ispahán que dice que si el primer hijo del sultán es mujer debe ser ejecutada al nacer, se ven inmersos en una historia en la que el amor y el humor se funden de forma perfecta. La madre de los niños incapaz de confesar que su primer vástago es una niña lo educa como si fuera un hombre, y a su segundo hijo, en este caso varón como una mujer. El problema llega en el momento que hay que buscar pretendiente para la princesa, con el consabido enredo, que no desvelaré en su resolución, pero que sin duda resulta la mar de sabroso, siempre desde un punto de vista amable, y si bien poco creíble, resulta delicioso en su acabado. Obviamente no hay rigor histórico alguno, y el asunto resulta de lo más inverosímil, pero... de un cuento se trata, así que pelillos a la mar y a dejarse llevar, que en el teatro "tutto è convencionale", que diría uno que yo me sé.

La versión, en este caso, corre a cargo de Enrique Viana, y en líneas generales respeta el material original contándonos todo lo que se cuenta en el libreto original, convenientemente remozado y actualizado sin que moleste en absoluto, con coherencia, y todos los personajes bien perfilados. Me sobraron las dos escenas añadidas, una de ellas claramente escrita para propiciar la mutación que iría en el descanso, y que por motivos pandémicos, en esta función no se hace. Ambas escenas no aportan nada al espectáculo, y resultan demasiado largas, sin encontrarse mucho sentido, más allá de los peculiares monólogos a los que Viana nos tiene acostumbrados y que en este caso fueron menos brillantes de lo habitual. 

No falta la picardía en la función, y cierto trasfondo de sexualidad soterrada, unas veces más y otras menos, siempre contado con elegancia, y finura que diría un antiguo, siendo a este respecto impagable ese harén a dos velas en cuestiones amatorias, que va mendigando amor al sultán, más preocupado en otras cosas, que de atender a sus esposas, por motivos obvios.



 

Vayamos con el elenco:

Emilio Sánchez, y Francisco J. Sánchez, como Babilón y Alifafe respectivamente, correctos en sus intervenciones. Emilio Sánchez aporta oficio y mesura en un papel hablado, no muy agradecido, pero al que sabe dotar de la suficiente entidad para no pasar desapercibido. Francisco J. Sánchez, delicioso en el papel más cercano al tenor cómico de nuestra zarzuela, gracioso, natural, y con una bonita voz, bien timbrada y muy matizada en los cantables, cargados de intención, y bien servidos, en líneas generales. 

Magníficos Gerardo López, tenor, y Gerardo Bullón, barítono, como Jacinto y Rajah-Tabla respectivamente. Ambos correctísimos en lo actoral, muy graciosos, en los dos personajes quizás más extremados del espectáculo, en dos polos opuestos de carácter, que se complementan a la perfección en sus respectivos roles. Muy buena presencia escénica, y lo que es más importante en este caso, perfectos en lo musical, tremendo el volumen de Bullón, y refinadísimo López en sus intervenciones, con una buena lectura musical y actoral de dos bomboncitos, que aprovechan hasta las últimas consecuencias, siendo el resultado gratificante y gracioso a partes iguales. 

Damián del Castillo, barítono, como Juan de León.

Correcto, aunque con menos entidad en el instrumento de la deseada en algunos pasajes. Cumple y da todas las notas sin problema, buen volumen, aunque un tanto rutinario en su intervención, y con ciertos matices leñosos en la voz. Brilló más en los dúos y tercetos que en la "Canción española" que aunque estuvo bien servida pecó un poco de fría en algunos momentos. Bien en lo actoral, aportando la galanura necesaria al personaje, sin estridencias, y de forma creíble. 

Enrique Viana, tenor, como Abedul. 

Hay que diferenciar en este caso las intervenciones de Viana, ya que lleva a cabo tres personajes con desigual fortuna. Magnífico como Abedul, estupendo en lo corporal, con un cuidado tratamiento del texto, todo dicho de forma cristalina, y refinado sentido del humor. Viana las suelta, así como que no quiere la cosa, para que el espectador procese lo dicho y reaccione unos segundos después. Eficaz en su papel, lleva a cabo una de las mejores creaciones actorales del espectáculo. Pero, siempre hay un pero, cuando se deja llevar en las dos escenas añadidas, como confitero primero, y pastelera después la cosa cambia. Viana alarga en exceso las dos escenas, que con una duración más corta, y un concepto menos farragoso en su exposición, sin duda funcionarían mucho mejor de lo que funcionan. Imponente planta como pastelera, vedette absoluta del panorama lírico, que si nos hubiera cantado algo en vez de hablar y hablar, como él sabe hacer, seguro que nos hubiera gustado más. 

Amelia Font, soprano, como Pantea.

Font, veterana en el mundo de la lírica, bucea en este caso en el mundo de las características con total acierto, en un personaje de los de rompe y rasga, con unas pinceladitas muy inspiradas, y que ella sabe llevar a adelante con frescachonería y gran empaque. Nuestra actriz lleva a su terreno a la madre de los príncipes de Persia, dotándola de un acertado aire marujil, y en el más puro código lapidario de nuestra zarzuela. Impagable plumero en ristre, limpiando todo lo limpiable, y atizando a diestro y siniestro, mientras se muestra al borde de un ataque de nervios durante toda la función. Disfrutona, luminosa y rotunda, su trabajo se me antoja perfecto para un personaje de las características de Pantea, tan reconocible en nuestra zarzuela. 

Irene Palazón, soprano, como Nitetis. 

Estupenda, en un papel cercano al de las tiples cómicas, con cristalino timbre, voz bien timbrada, que corre sin problemas, sana, y más que correcto fraseo. Muy segura en lo actoral, nada afectada, y perfectamente implicada en el papel, que si bien es cierto no da para mucho en lo actoral, si tiene momentos de bastante lucimiento. Por cierto que bien se mueve nuestra cantante en el "Paso del camello", curioso número de aires muy arrevistados. 

Carol García, mezzosoprano, como Darío. 

Maravillosa en lo vocal, con un instrumento grande, dúctil, de hermoso timbre y enorme musicalidad. Agudos y filados fueron servidos a placer, dotando de gran lirismo a sus intervenciones, especialmente en su número de salida. Magnífica dicción, y una línea de canto impecable. García sirvió una velada musical refinada, y de inteligente lectura que me pareció redonda de principio a fin. En lo actoral, brilla menos, ya que se encuentra ligeramente envarada, y dota de poca entidad a su personaje, viéndosela infinitamente más cómoda en los cantables que en los hablados, aunque sin llegar a molestar.

Vanessa Goikoetxea, soprano, como Benamor.

Estupenda en lo vocal y en lo actoral, con un grato timbre, voz grande y de sana colocación, si bien es cierto, su papel es menos lucido en lo vocal que el de Carol García, aprovecha al máximo las posibilidades de la partitura, con un estupenda lectura, y gran sentido en los cantables. Actoralmente deliciosa, sin llegar en ningún momento a estar pasada de roscas, si dota a su personaje, nada fácil por cierto, de gran entidad, y ofreció algunos de los mejores momentos de la noche. Sólida y muy segura llevó a buen puerto este traje a medida que es Benamor, y que Goikoetxea hace suyo por derecho propio.


 

Coro titular con Antonio Fauró al frente, muy mermado por lo que todos sabemos, sirvieron una buena función, en lo escénico, bien movidos y disfrutones, y en lo musical, aunque hubo algunos desajustes que entiendo que se deben a falta de rodaje, y que en líneas generales se acusan en la dirección musical como ahora contaré.

José Miguel Pérez-Sierra, al frente de la Orquesta de La Comunidad, un tanto irregular y errático en la dirección con tiempos algo premiosos a ratos, en una lectura un tanto apagada en lo teatral, y que intenta suplir algunas deficiencias a base de decibelios, algo que va en detrimento de los cantantes y de la función, ya que la falta de chispa en algunos momentos es muy notoria. Eché en falta trabajo de concertación y más cohesión foso escenario, algo que supongo que se irá corrigiendo a medida que avancen las funciones. El día 25 volveré a ver la función, entendiendo que ya todo estará más ajustado que en la noche de ayer. 




Vayamos con la dirección escénica. 

Enrique Viana en las labores de regista no arriesga... y acierta, me explico. La ortodoxia, bien entendida, no es un lastre, y es tan válida como las propuestas más rompedoras, un servidor no se caracteriza precisamente por su purismo recalcitrante, y suelo tirar por lo moderno, pero cuando un trabajo está bien  hecho no es problema. Lo que no funciona es el purismo mal entendido, aquel en el que no hay nada detrás de una propuesta que se rige por unos parámetros estéticos convencionales. En este caso, Viana, apuesta por una propuesta que es pura opereta en su concepción, con todo lo que se le presupone al género, pero enriquece el material original con pinceladitas que rematan de manera realmente eficiente el espectáculo. Los personajes se encuentra muy bien definidos, y se nos cuenta exactamente lo que se nos quiere contar en la función, sin renunciar al "toque Viana" en momentos puntuales y muy bien dosificados, siendo el resultado divertido, ágil, y en algunos casos francamente inspirado. La fijación por la limpieza de Pantea, por ejemplo, es un caso claro del peculiar sentido del humor de Viana, y que no nos chirría en absoluto en el contexto del espectáculo, ni en el enfoque del personaje. Otro ejemplo claro está en los pretendientes de Benamor, sorprendentes y maravillosamente perfilados por parte de nuestro director. La apuesta estética es sin duda de relumbrón, algo en lo que la imponente, casi viscontiniana escenografía de Daniel Bianco sin duda tiene mucho que ver, cargada de suntuosidad, bellísima en su totalidad, con un buen uso del cuadro plástico y las gasas, y en la que cada cuadro supera al anterior en belleza. No nos encontramos ante una apuesta vacía de contenido, si no bien estudiada, en la que se enriquece el material de base, en una función de suave comicidad, elegante doble sentido en algunos momentos, y clarificación del texto realmente encomiable.

Hay que remarcar en este caso el espléndido trabajo de Nuria Castejón, en las coreografías, posiblemente el mejor de los montajes que lleva esta temporada, y la entrega y elevado nivel del cuerpo de baile, que se llevaron la ovación de la noche en la "Danza del fuego", majestuosa en lo coreográfico y en lo visual, que sin duda daba para un bis, pero que no se nos logró para mi decepción. 

También son destacables los figurines de Gabriela Salaverri, un auténtico delirio en algunos casos, y las más que inspiradas luces de Albert Faura que dotaron de mucha atmósfera a las diferentes situaciones escénicas que se nos plantean.

En resumen, "Benamor" es una apuesta sólida tanto en lo musical como en lo escénico, aunque si es cierto que todavía falta un poco de rodaje a la función para que se encuentre en su punto justo de sazón, que se ve con enorme agrado, y que ofrece exactamente todo aquello que la obra ofrecía cuando se estrenó. Un entretenimiento bellísimo, ligero, y que sin duda se agradece en estos tiempos que nos han tocado en suerte.